LAS PEQUEÑAS MUERTES
Por S. C.
Yo no sabía qué decirle. Lo miraba directo a los ojos; recorría la rigidez de su cuerpo con mi pensamiento. Al final, le hablé al oído, mientras los otros conversaban en un volumen que oscilaba según el tema de los intercambios. “Por fin te moriste”, le susurré. Y, disimulando la pequeña e insignificante venganza, saludé uno por uno a los deudos y, de lejos, con la mano levantada, a los conocidos, y salí con la intención de olvidar su nombre para siempre.
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Era noche cerrada. No se veían las estrellas. Dos velas promiscuas iluminaban el sillón en el que intentaba descansar, después de un día ajetreado. Cuando desperté, habían pasado cuatro horas: el cielo, ahora sanguinolento, dejaba caer una lluvia calma y constante, que presagiaba la muerte. Entonces, al incorporarme ligeramente sobre los almohadones, la vi a los pies, esperándome paciente.
Pocas fueron las veces que lo fui a visitar a su tumba, irregular parcela anegada por las lluvias de temporada. Las fotos que nos habíamos sacado juntos, conservadas en destartalados álbumes que frecuentábamos seguido, desaparecieron en una pequeña hoguera encendida a tales efectos. Solo me queda un puñado de recuerdos desmembrados, cuya ilación el tiempo fue desgastando hasta volverla imperceptible.
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Había reventado como un globo de cumpleaños. Tenía las arterías hechas un basural; los pulmones estaban cubiertos por el blanco humo de las radiografías. Por las madrugadas, se despertaba a escupir pedazos de garganta. Al final, como dije, reventó como un globo de cumpleaños.
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El trayecto al cementerio era largo; el calor agobiaba. En el camino, nos detuvimos varias veces a refrescarnos en los puestitos que vendían agua al costado de la ruta. Cuando llegamos, tuvimos que llenar unos formularios que certificaban que éramos sus hijos y que estábamos de acuerdo con las políticas municipales de la Necrópolis.
En un papelito arrugado por el tiempo nos habían dado anotado el número de parcela. Nos costó varios minutos encontrarla. Finalmente, con los funcionarios destinados a la tarea provistos de sus herramientas, dio inicio el ritual de la reducción. La parte del cementerio en el que había sido inhumada, más baja que las otras, concentraba el agua de las lluvias. El cajón estaba inundado y su cuerpo, cubierto por la tierra húmeda, se había conservado casi intacto. Menos la calavera, de la que los funcionarios tiraron hacia arriba. Se quedaron con la cabeza en las manos, mirándonos, como justificando el accidente. La situación, entre graciosa y dramática, terminó con la devolución de la cabeza al resto del cuerpo y con la indicación de que todavía no se podía hacer la reducción.
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El bulto era casi imperceptible. Pero ella se lo había palpado: ahí estaba, inequívoco, mudo. El resto de la historia es conocido: biopsia, cirugía, radioterapia, pastillas. Y metástasis.
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Sentada frente a la ventana, miraba hacia la calle durante horas. Lo esperaba todos los días, con una actitud inquebrantable. El paso del tiempo también se la llevó a ella: senil, no se reconocía en el espejo.
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Hacía tiempo que había tomado la decisión: cuando empezara a ser un estorbo para su familia, pondría fin a sus días, silencioso, apartado. Llegó a los noventa vivito y coleando. Un infarto, sin estridencias, decidió su muerte.
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Ella había sido una madre abnegada. Dejó de lado sus proyectos personales para criarlo; evitó las relaciones amorosas con otros hombres porque no quería que nadie se entrometiera en sus vidas. Después del accidente, quedó postrada en una silla de ruedas. Su hijo tuvo que hacerse cargo de ella. Para entonces, él estaba casado y esperaba a su tercer hijo.
El informe médico de la última ecografía revelaba malformaciones genéticas: auguraba una vida plagada de problemas y sufrimiento. Sopesada la situación, decidieron tomar la opción del aborto. El mismo día de la decisión, su madre, íntimamente cansada de sobrevivir, tomó la suya.
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