La bifrontalidad de la palabra
Entrevista al escritor Leonardo de León (Minas, 1983).
Laureado en reiteradas ocasiones, su obra es pródiga en lenguaje. En 2009 se publicó No vi la luna (Premio Narradores de la Banda Banda Oriental). En poesía, en 2011 obtuvo el Premio Pablo Neruda con Confirmación del aliento. Al año siguiente se hizo con el Premio Casa de los Escritores con El nirvana de Apolo, premio que repitió en 2013 con Detrás del murallón de los rituales. Otra piedra de Sol recibió una mención de honor del Premio Juan Carlos Onetti 2015 y El hacha del bufón se quedó con el Premio Ariel de la Academia Nacional de Letras. La vida intrusa, última obra narrativa, obtuvo la Primera Mención del Premio Juan Carlos Onetti 2018.
Laureado en reiteradas ocasiones, su obra es pródiga en lenguaje. En 2009 se publicó No vi la luna (Premio Narradores de la Banda Banda Oriental). En poesía, en 2011 obtuvo el Premio Pablo Neruda con Confirmación del aliento. Al año siguiente se hizo con el Premio Casa de los Escritores con El nirvana de Apolo, premio que repitió en 2013 con Detrás del murallón de los rituales. Otra piedra de Sol recibió una mención de honor del Premio Juan Carlos Onetti 2015 y El hacha del bufón se quedó con el Premio Ariel de la Academia Nacional de Letras. La vida intrusa, última obra narrativa, obtuvo la Primera Mención del Premio Juan Carlos Onetti 2018.
Por Fabián Muniz y Santiago Cardozo
- Cuando se leen tus textos, ya
sean prosas o poemas, se percibe un elemento común: la búsqueda de un
fraseo que suene bien, habitualmente concretado en una frase no muy
extensa, como si quisieras avanzar condensando el sonido y el sentido.
Gracias por notarlo. El fraseo, el tono, esa suerte de ritmo
que orquestan las palabras funciona, a mi entender, como rasgo diferencial de
la literatura. Si no suena bien, todo se malogra. El escritor trabaja con la
palabra, y la palabra es, como sabemos, un animal bifronte con su respectivo significado
y significante. Así como el significado se define por analogía o diferencia
respecto a otros, el significante o huella fónica se afirma o aligera en arreglo
a la constelación de significantes que lo acompañan: como un acorde en su
progresión, o las aguas que lamen y dan forma a la isla. Dicho de otro modo:
más importante que el léxico, la sintaxis. Más importante que el sonido, el
vínculo entre los sonidos. La verdad del texto se juega en los enlaces. Siempre
tengo presente que texto viene de textum, es decir, tejido. Escribir
implica, efectivamente, tejer relaciones, a veces tensarlas, a veces romperlas.
De un modo inevitable, cada parte convalece ante otra a la vez que la sostiene
en una extraña simbiosis que, por si fuera poco, muta. Esto queda desnudo en la
corrección, por ejemplo. Se trata de un hábito infinito que recuerda a la
carrera de Aquiles y la tortuga. Cambias una palabra y esto provoca un
desequilibrio que, para compensarse, requiere de otro cambio que causa otro
desequilibrio que, para compensarse, requiere de otro cambio que causa otro
desequilibrio, ad infinitum. Me
resulta enloquecedor. Por eso creo que tiendo inconscientemente a realizar esa
operación de condensación, como dices. Me sirve para creer que en medio de ese
exasperante sistema de relaciones mutables existe un punto de apoyo: un faro
que orienta la interacción de las partes, una viga que aguanta el peso de la
jauría semántica. Ese punto de apoyo, generalmente, me llega a través de una
imagen. Una vez definido ese centro, procuro liberar el juego. Me dejo
arrastrar, pero ese centro encauza la correntada del lenguaje y me salva del
naufragio. Es cierto que busco condensación: no me resigno a escribir sin pólvora
(aunque en muchas ocasiones mi pólvora esté mojada). Te digo más: ese afán de condensar
y reunir sentidos es tal que, no sin obsesión o travesura, siempre procuro introducir
en lo que escribo, de un modo secreto, algún dato real que se haya manifestado
en el momento mismo de la escritura. Digamos que estoy haciendo un soneto y
viene mi madre a contarme algo… En ese momento siento que el poema será más
íntegro y honesto si usa alguna de las palabras que mi madre usó en su relato.
Y si no integro ese detalle, seguramente recurra a otra cosa: el color del buzo
que llevo puesto, tal vez una palabra que repite la canción que he estado
tarareando todo el día, la imagen de ese recuerdo que me sobrevino hace cinco
minutos, justo antes de que entrara mi madre, o mientras mi madre hablaba. Son
cosas que solo yo sé. Juegos privados que yo mismo me invento para que la
escritura luzca intensa a mis ojos.
Lo cierto es que me paso elaborando esos juegos y refinando
su funcionamiento. He descubierto que mi cerebro, por alguna razón, funciona
pensando en imágenes verbales, y a menudo aglutina sentidos en una expresión
que siempre vuelvo explícita en el texto. Todo el resto es literatura, es
decir, variaciones, simples desprendimientos de esa primera ocurrencia que me
asalta a modo de epifanía, con toda la ambigüedad y el hechizo de una
revelación trascendental o episodio religioso. Suelo presentir el arribo del
mensaje. Puedo estar haciendo cualquier cosa, limpiando la cocina, colgando la
ropa, tomando una ducha o hablando con alguien… De pronto, una sensación casi
física anuncia la proximidad de algo, emerge un ánimo distinto, como si mis
sentidos comenzaran a reorganizarse involuntariamente para dirigirse hacia una
misma dirección. Ese es el momento crítico, porque si me detengo y agrego a esa
espera una dosis de autoconciencia, rompo el hechizo: es decir que si me quedo
esperando la imagen, la imagen se va. O nunca llega. Tengo, pues, que engañarme
a mí mismo y bajar la guardia. No dejar de estar atento, pero sesgar o
reencauzar parte de esa atención hacia otra cosa. Entonces sí, cuando
finalmente la imagen me golpea y doy con las palabras, en una fracción que se
siente corta pero puede tardar unos cuantos segundos, yo soy el hombre más
feliz del mundo. Te lo juro. El más feliz del mundo… hasta que luego descubro que
con una línea no se hace casi nada. Escribir, efectivamente, viene después. Sí.
Escribir es todo eso que ocurre entre una idea más o menos buena y la
siguiente. Un triste desencuentro: escribir es el mientras que se interrumpe para vivir, y vivir un mientras que se interrumpe para que
escribas. El desafío está en aunar esos dos significantes iguales pero
distintos.
- Al leer tu poesía, se tiene la sensación de que se mantiene la
búsqueda de una respuesta, o al menos el planteo de un problema, casi
siempre de índole sapiencial o filosófica. ¿De qué modo se inmiscuye tu
interés por la filosofía en tu composición poética? ¿Qué autores y qué
tópicos te impulsan con mayor énfasis hacia la creación?
Uf, qué difícil. Digamos
que soy de los que desconfían de la lírica personal, hundida en las
desavenencias de la vida y en la expresión auténtica y transparente de lo que
nos pasa adentro. En principio porque dudo de esa transparencia, no la creo posible cuando en toda expresión
literaria, entre la experiencia y el texto, se interpone un mediador
inevitable: el lenguaje. En segundo lugar, porque siento que la realidad
íntima, dicha de un modo directo, suena cursi. Fijate que lo cursi siempre
ocurre desde afuera, quiero decir que una canción, por ejemplo, nos puede parecer
cursi hasta que nos toca vivir algo semejante a lo que dice. En mi opinión, la
operación fundamental de la literatura no estriba necesariamente en esa clase
de identificación, al estilo lo mismo me
ocurre a mí; sino en algo más vasto y fascinante: una comunicación o
traslación de una experiencia. Leer implica, para mí, reconocer como propio
incluso, o sobre todo, lo más ajeno o distante. Yo, al menos, identifico un
buen poema no tanto por el modo en que desnuda un sentir, sino porque me motiva
a sentirlo. El poema fuerza la
aparición de un sentimiento o experiencia que no nos pertenecía pero que,
gracias al poema –y a las virtudes de la literatura- ahora es todo nuestro. El
poema se apropia del lector, y no a la inversa. Si lo pensamos un poco más, y en
relación a lo que te contaba antes, podríamos osar la siguiente hipótesis: leer
es heredar epifanías, es decir, una forma de revivir un mismo sobresalto. En
fin, por eso procuro mantenerme lejos de la poesía confesional. Me confieso de
modo indirecto, y para eso echo mano a imágenes, símbolos o conceptos. En ese
sentido, la filosofía se vuelve una cantera inagotable. Me cuido de no ser un lector sistemático: no
pretendo aprender un sistema organizado ni trazarme una evolución más o menos
lineal de la historia del pensamiento. Eso encorsetaría mi imaginación,
limitaría las posibilidades. Necesito viajar sin ataduras de un texto a otro
para incurrir sin remordimiento en la osadía de ligar lo disímil, hermanar lo
inaudito, acercar lo lejano. Solo leo anárquicamente, picoteo buscando un
motivo intelectual. Cuando hallo una idea sugerente, la arrastro, la tironeo
fuera de su hábitat para ver qué sucede, la pongo a funcionar en otro contexto,
sin rigor filosófico, sin pretensión de verdad u honestidad teórica; luego busco
la imagen o la frase más adecuada para ponerla en escena. De ese modo surgen
versos como: Cuando dios descubrió que no
existía. En este caso, por ejemplo, simplemente tomé un concepto absoluto y
lo incrusté o lo forcé a desarrollarse en coordenadas más humanas o
existenciales. Puse dentro de dios una descreencia que lo ataca desde afuera. Ese
cuando inicial, además, suplica una
continuación. El verso reclama -desde su imagen y desde su gramática- un
después. Su incitación es poderosísima, al menos en términos de escritura.
Todo esto, por suerte,
me regresa a tu pregunta, que solicita autores y tópicos. Creo que esas
entidades abstractas y absolutas, hipostasiadas –dios, la verdad, el bien, el
ser, el lenguaje- son las más atractivas para la imaginación y, en especial,
para la indagación de la filosofía y la poesía. Las verdades últimas (o
primeras). Son, además, máquinas que engendran contradicciones y aporías
deliciosas. Pensar el más-allá desde el más-acá ya funda una dificultad seminal
y, en mi opinión, insalvable. Salvo que… eleves el más-acá hacia los cielos
absolutos, o le des un tirón al más-allá para ensuciarlo de barro e historia. Y
eso para mí… ¡es poesía!
¿Autores? Me gustan Heidegger y Mainländer y
Nietzsche y Goethe y Berkeley y Kant y Hegel y Schopenhauer y Balmes. He
escrito sobre todos ellos, creo, directa o indirectamente.
- En tu último libro de poemas, El bardo bifronte (libro que obtuvo el primer premio de poesía joven organizado por la editorial Demiurgo y publicado en este mismo sello), hay un
despliegue combinado con una síntesis: el soneto y el haiku. El principio
rector parece ser, siempre, el mismo: el significante se impone como
materia y de esa imposición surge el sentido del poema.
Precisamente. Creo, sobre todo, en el significante. En esto
soy lacaniano: el significante se halla, diríamos, por encima del significado.
Es la puerta de entrada al sentido. Si hablamos de poesía, podemos ir más allá.
Y me la juego. En la poesía, el significante es la puerta de entrada al sentido
y, además, a cualquier sentido. Porque
el sentido persiste, resiste, insiste, aunque uno lo dinamite con todas sus
fuerzas.
Como sonetista pienso primero en los sonidos, el sentido
viene por defecto. Está claro que tengo una idea, pero mi objetivo primero es
el ritmo, dar con una cadena de palabras más o menos coherente y respetuosa con
la regularidad de los acentos. Con el haiku es distinto: comienzo con la idea,
y luego busco el sonido, las sílabas, etcétera.
- ¿Cuáles son los poetas y escritores
en general, actuales, que más te interesan, ya sean compatriotas tuyos o
habitantes de cualquier otra parte del planeta?
Va una enumeración repentista, caprichosa, y
probablemente equívoca: Andrés Neuman, J.M. Coetzee, Leonardo Cabrera, Miguel
Avero, Rodrigo Fresán, Margo Glantz, Damián González Bertolino, Alan Pauls, Paul
Auster, Martín Kohan, Milton Fornaro, Mario Delgado Aparaín, Horacio Cavallo,
Fabián Muniz, Camilo Baráibar… Y la tríada dorada: Mircea Cartarescu, Peter
Handke, Lazlo Krazsnahorkai.
- ¿En qué estás trabajando actualmente?
Pensaba evadir la respuesta, pero
seré honesto. Estoy en muchos proyectos paralelos pero no he podido concluir
ninguno:
a) Trabajo
hace años en La vida enferma, una
novela experimental que retomará el personaje de La vida intrusa pero cincuenta años después. No sé si podré
concluirla, pero le estoy poniendo toda mi vida y toda mi enfermedad. (Avanzando)
b) También
está en proceso La vida incierta, la
novela que concluirá con la trilogía. Son 120 páginas de preguntas. Sí, solo
preguntas. Y en un único párrafo. Insoportable de escribir y probablemente
imposible de leer. (Por la mitad).
c) Hace
ocho meses que dejé de fumar y escribí un cuaderno de abstinencia. Lo estoy
pasando a la computadora. Viene para largo. (En un 40 %)
d) Un
largo poema compuesto por casi 500 endecasílabos blancos y ordenados
alfabéticamente. (Por la mitad)
e) Una
nueva colección de sonetos (por la mitad)
f) Una
nueva colección de haikus (casi terminada).
g) Un
libro al estilo Obras de Édouard
Levé: una enumeración de posibles proyectos artísticos que probablemente nunca
realice. Voy casi 600. (Falta pasar el texto a la computadora, pulir, seleccionar
los mejores proyectos, etcétera).
h) Un
libro al estilo Me acuerdo de
Brainard o Perec, titulado “Yo tuve”, donde cuento la historia de objetos,
vínculos y experiencias que tuve y, desde luego, perdí. (Comenzando).
Qué grande Leonardo, lo conocí en el Ce.R.P. el año pasado con los gurises y la verdad que es divertido e inteligente como sus textos. Vamos a contarle que todos probamos a escribir nuestra "Vida intrusa" luego de leerla jajajaja
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